RUIDO HARAPIENTO. Cuando un artista es un mito en vida no hay forma de que el talento se agote. Puede quedar olvidado, enterrado en el polvo de una autocomplacencia casi inevitable, pero siempre va a estar ahí. El Neil Young de los 80 parecía perdido y totalmente hundido. Nada más lejos de la realidad. Ya en 1989 con el fantástico Freedom demostró que había comprendido que lo suyo era el rock voltaico y libérrimo. Y solo unos meses después refrendó la hazaña con un disco aún mejor.
Ragged Glory es una nueva obra magistral, no sé si la última de una estirpe, un monumento al feedback y al acople entre delicias musicadas y orquestadas por la voz personal y entrañable del maestro. A unos segundos de ser reivindicado por la camarilla grunge y noise el canadiense se saca de la manga un disco soberbio en el que todo suena afilado y crujiente. El disco que siempre habían esperado esos acólitos y que sorprendentemente aún no había hecho. Ragged Glory fuerza la máquina a base de canciones clásicas con vocación de perdurar. Melodías sencillas y conmovedoras sobre largas jams elásticas. Un magma eléctrico lo recorre de cabo a rabo sin dejar un segundo para la placidez acústica. Y curiosamente son las melodías más dulces las que más se benefician de todo esto al sonar sobrehumanas en medio de todo ese ramaje de energía.
Así, no podemos más que deleitarnos con joyas de suavidad ruidosa y esputos secos de dureza adamantina. Para crearlas, Young se vale de la tradición. Mezcla con sabiduría su savia con restos de The Byrds, Don & Dewey o Bob Dylan y les inyecta esa electricidad borboteante para hacerlas suyas para siempre. Porque nadie lo puede hacer como él. Porque tiene una voz propia y una forma de hacer las cosas que solo puede redundar en cosas grandes. Algunas veces, tan gigantescas como este disco.
★★★★☆
Xxx
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