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jueves, 4 de julio de 2013

La suma sacerdotisa del soul

Nina Simone, una de las artistas más importantes del siglo XX, aunó tradición y riesgo en una carrera comprometida y única en la que su voz, su activismo racial y su habilidad al piano consiguieron que todos nos sintiéramos un poco más negros, un poco más vivos.

Eunice Kathleen Waymon (1933-2003) fue una niña prodigio al empezar a tocar el piano de oído a la edad de tres años. Sus padres se percataron de sus evidentes aptitudes para la música y recibió algo de instrucción de manos de una profesora particular de piano que la introdujo para siempre en las delicias de Bach, Beethoven o Chopin. Al graduarse con honores en el instituto, su familia reunió dinero para que entrara en Juillard, la prestigiosa escuela musical de Nueva York. No la aceptaron, lo que supuso una decepción terrible para ella, y fue un detonante para el desarrollo de su lucha racial.

Al no poder estudiar música clásica tradicional, se dedicó a lo que llamaría "música clásica negra" en una carrera que estrenó tocando y cantando en bares y clubes nocturnos. Esto empezó a hacerlo 1954 como complemento al dinero que ganaba enseñando música. De ahí a la vorágine. Se bautizó a sí misma como Nina Simone y empezó a grabar singles de más o menos éxito y álbumes en los que conjuraba la tradición del jazz y el blues, Gershwin o Cole Porter.

La Simone no fue simplemente una intérprete genial. Era mucho más que eso, una artista integral. Poseía una voz aterciopelada con tintes andróginos absolutamente única en su especie. Era dueña de unas dotes interpretativas sobrehumanas tanto a la voz como al piano. Además, era una compositora excepcional, vibrante y que asumía riesgos interesantísimos a la hora de retorcer la tradición. Todo esto la hacía capaz de suspender el tiempo en sus actuaciones y entrar en el corazón de todos y cada uno de sus espectadores.

Nina es un mito inalcanzable. Si cerramos los ojos seguro que podemos verla echada sobre el piano, mirada perdida, meciéndose en pos del sonido definitivo, la palabra perfecta, para siempre joven, talentosa, negra y orgullosa.

3 básicos

I Put a Spell on You ****1/2 (1965)
No hemos mencionado su capacidad para robar canciones ajenas. Nina puede que sea la mejor versioneadora de la historia. En este disco hay magníficos ejemplos, como la canción titular, el "Ne Me Quitte Pas" de Jacques Brel, o el clásico de Broadway, "Feeling Good" que pocos se atreverían a cantar después de lo que hizo la diva aquí. Le da igual lo que le echen. No hay miedo en un impresionante trabajo de afirmación personal. 

Pastel Blues ****1/2 (1965)
Su trabajo más serio y para muchos el mejor. Canciones de sutileza imperial que conviven con la fuerza de esa working song que abre, "Be My Husband" o ese tour de force que cierra con 10 minutos de mareante vigor y dominio rítmico y vocal, "Sinnerman". Fruta extraña y apetitosa.

Wild Is the Wind ****1/2 (1965)
Y aquí tenemos a la Simone más peliculera, la que funde el jazz con sus conocimientos de música clásica para ofrecer un rosario antológico. "Four Women", "Lilac Wine", "Wild Is the Wind", "Black Is the Color"... Todas conforman un empeño contundente en hacer de su música un ente respetable y orgulloso de sus orígenes. Lo consigue de manera atronadora, por supuesto.

Una canción
"Feeling Good" fue compuesta por Anthony Newley y Leslie Bricusse para el musical The Roar of the Greasepaint - The Smell of the Crowd. Poco podían imaginar lo que le iba a hacer a la canción nuestra protagonista apenas un año después. En una interpretación para la historia, Nina consigue captar la atención hasta del último mono de la sala con esa introducción a capela que sirve de recibimiento cálido para la entrada de los instrumentos en un momento mágico e irrepetible. Luego dosifica su dicción y la va untando o explosionando para culminar una maravilla impoluta y eterna.

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