Lost in the Stars (Hal Willner, VV.AA., 1985)
CABARET Y COMPROMISO. Aquí Hal Willner se embarca en un proyecto peligroso. Su ambición artística lo lleva a reivindicar a todo un maldito como Kurt Weill en un disco de homenaje variopinto y multicromático dentro de un hilo argumental sólido e inexpugnable. El productor siempre consigue conjurar esa ambientación como de musical que acaba dando unidad a lo que parecía la más pura dispersión. Un musical por el que, alérgico como soy al género, sí que pagaría la entrada.
Lo haría gustoso ante un plantel de relumbrón en el que los músicos anteponen la vivacidad y la credibilidad del proyecto a su lucimiento personal. Y eso que estamos hablando de nombres del oropel de Lou Reed, John Zorn, Sting, Marianne Faithful, Tom Waits, Charlie Haden o Van Dyke Parks. Un elenco espectacular para dar vida a esta música orquestada, esta fanfarria pop, vodevilesca y cabaretera. Una opereta del tres al cuarto, esto es, sin pretensiones ampulosas, en honor de los oprimidos e implacable contra el poder.
Es cierto que, aunque el tributo triunfa en sus partes orquestales y cantadas, se arrastra algo quejumbroso cuando se roza con el experimento, dejando algunos pasajes bastante indigestos. Sin embargo, en casi todo momento consigue pasar por alto su traslación al inglés y la República de Weimar cobra vida ante nuestros ojos en todo su teutónico esplendor. Así, por mucho que cueste llegar al final, el viaje acaba mereciendo mucho la pena.
★★★☆☆
La relación de Kurt Weill con los EE.UU. siempre fue muy estrecha. Tras supervisar el montaje de una de sus obras en dicho país allá por 1935, debió enamorarse del país, porque tras su estreno en 1937 decidió trasladarse allí junto a su esposa, la archifamosa cantante austríaca Lotte Lenya.
Llegaron a pedir la nacionalidad norteamericana, la cual obtuvieron en 1943. Desde mediados de los años 30 se puede decir que Weill fue desligándose de una Alemania que, de manera premonitoria, parecía despreciar el judaísmo en el que se formó.
Por supuesto, siguió escribiendo música y operetas desde el otro lado del Atlántico, casi todas con un trasfondo norteamericano, y por supuesto también vivió el resto de sus días en su amada tierra prometida hasta su fallecimiento en 1950 de un infarto de miocardio.
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