
Título: Partita para violín nº 2 en re menor (BWV 1004)
Título original: Partita für Violine solo Nr. 2 d-Moll (BWV 1004)
Autor: Johann Sebastian Bach
Año de composición: 1720
Género: Barroco / Violín
Grabaciones de referencia:


- Sonata No. 1; Partita No. 2 (Jascha Heifetz, 1956)
- Sonaten und Partiten (Itzhak Perlman, 1988)
Cénit de la escritura polifónica para un instrumento que no es de teclado, las Sonatas y partitas para violín solo suponen un pináculo de la composición pensado para llevar al límite al intérprete en un ejercicio de virtuosismo solo comparable a su belleza inmarchitable. Esta pieza en re menor pertenece a una serie de seis obras que el maestro alemán completó a lo largo de tres lustros, empezando siquiera a idearlas alrededor de 1703 para acabarlas en 1720. En realidad, el proceso de composición de estas obras como tal se debió iniciar en 1717, aunque no se puede negar que se trata de una de las piezas primerizas de Bach, lo que da fe de la maestría con la que el de Eisenach se manejaba ya desde sus primeros intentos.
La Partita nº 2 es una pieza exigente para el violinista y de un alcance emocional muy profundo. Un auténtico dechado de sensibilidad que se encuentra sin duda entre las obras favoritas de los adeptos al compositor. Una obra que no tiene parangón dentro de esas no tan comunes partituras escritas para un solo instrumento, porque consigue sacar a la luz gran parte del espectro multicromático del violín y hacerlo sonar siempre al límite de la expresividad, ya sea haciéndolo llorar, susurrar o gritar de júbilo. Algo que culmina, y eso no es discutible, en ese cierre con la Chacona, que está entre lo más grande que haya salido de la mente de Bach. Un segmento que es parada obligada para todo violinista que se precie de serlo y que es también imprescindible para todo oyente que pretenda saber algo de música clásica.
En cuanto a las interpretaciones destacadas de la pieza, hay muchísimas, como podrán imaginar. Como ejemplos, destacaré, no sin saber que me dejo cientos de ejecuciones mayúsculas, la de Jascha Heifetz, grabada en 1954, y la de Itzhak Perlman, de entre 1986 y 1987.
En el primer caso, el lituano se emplea a fondo con una expresividad casi ofensiva en la que ataca las cuerdas con su arco haciéndolas vibrar y resonar incluso en los momentos de mayor serenidad. Hasta en la calma marca las notas con una pasión casi flamígera, la cual no está exenta de un lirismo arrebatador. Perlman, por su parte, nos invita a un viaje mucho más cálido y acogedor en el que hace cantar a su instrumento para que simplemente nos abandonemos a su fluir.
Dos interpretaciones conmovedoras, de esas que dejan su impronta con una identidad más que marcada. Dos interpretaciones que no dejan de subyugarse a los límites que marca una obra esencial, aunque no tan conocida, dentro del canon occidental.
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