ART ROCK. John había descubierto la cocaína y en plena vorágine toxicómana parió este disco con la inestimable ayuda de Brian Eno a los sintetizadores y mandos y de Phil Manzanera a la guitarra. Él mismo se atrevió a punzarnos los nervios con su recién descubierta afición ampérica en un disco que trataba de continuar ese oasis irrepetible que había sido Paris 1919 (1973). Por supuesto, le salió otra cosa. Un artefacto mucho más autista y alambrado, en el que sobrevolaban todos sus fantasmas drogotas en sentencias como "el miedo es el mejor amigo del hombre" o en esa foto de portada en la que el artista aparece con una preocupante palidez espectral (por mucho que la foto hubiera sido convenientemente filtrada y trucada por el gran Keith Morris).
No es de extrañar, por tanto, que este disco posea un aura ultraterrena. Al fin y al cabo surge de un estado de paranoia como no había tenido ni iba a tener Cale jamás. Un estado mental que se acaba filtrando en las canciones. Unos temas que siguen manteniendo el fantástico equilibrio melódico que Cale logró en su álbum anterior, por mucho que cuenten también con esa buena dosis de incomodidad que surge en cuanto el galés intenta salirse de lo que él pueda percibir como el redil. Y eso es algo que se percibe en la turbiedad de unas gemas que pueden parecerse a cosas tan admitidas y casi superadas como la música de los 50, pero que acaban siendo otra cosa ("The Man Who Couldn't Afford to Orgy").
Eso, junto al tono solemne y definitivamente elegante de temazos como "You Know More Than I Know", "Emily" o "Buffalo Ballet", es lo que más sorprende en cuanto las vemos entrechocarse con tonadas más juguetonas o más decididamente rockeras. "Fear Is a Man's Best Friend", "Barracuda", "Ship of Fools", esa "Gun" con su solo revientatímpanos, la psicosis en bruto de "Momamma Scuba".... Demasiados motivos como para no amar el cuarto disco de un artista que, si bien no iba a encontrar su voz definitiva jamás, se toparía continuamente con hallazgos durante esa búsqueda. Un motivo más que suficiente para que lo coloquemos en el panteón sagrado de los más grandes.
★★★★☆
Por razones peregrinas (o no tanto, como siempre) saco a colación de este disco la obra de Thomas De Quincey, Confessions of an English Opium Eater (1821). Un libro que fue todo un escándalo en la época previctoriana y en el que De Quincey hacía gala de toda su honestidad al mostrar al mundo los paraísos y las pesadillas de su adicción al láudano, bebida alcohólica con opio, la cual le acompañó hasta el final de sus días y de la que habla con una franqueza que era totalmente rompedora en esos años en los que mandaba el puritanismo y las formas por encima de todo lo demás.
No es que el cuarto álbum de John Cale esté plagado de referencias a las drogas ni nada de eso, pero sí que va unido inextricablemente al momento vital de su autor, totalmente inmerso en ese mundo. Por eso, y por supuesto, mucho de ello se acaba virtiendo en el primer disco de la trilogía que iba a grabar con Brian Eno para Island. Ya hemos mencionado la carátula y el giro fantasmagórico de muchas letras, como la del primer tema. Y no es lo único. Si tuviera que mencionar algo definitivo para explicar esta abyecta conexión, me detendría en "Gun". Por sus guitarras supurantes de esa fría agonía eléctrica y por su letra, la cual nos sumerge en una pesadilla extraña e inexplicable, podemos decir que no todo era brillo en la vida de John Cale en esos momentos.
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