No es por tanto esta una selección objetiva ni completista ni de gran alcance, aunque creo que el que intente poner en duda la valía de cualquiera de estas obras de arte se va a dar con un canto entre los dientes. Que alguna habrá que no satisfaga a todo el mundo, pero de ahí a no respetarla en lo que vale, creo que hay una grieta demasiado insalvable para cualquiera.
Gana el rock, he dicho, sí, pero eso no significa que no haya pop ni jazz ni soul. Me ha faltado meter algo de rap, como he dicho arriba, algo de electrónica, algo de funk y de música étnica o de música latina. Cosas que cada vez me gustan más, pero que simplemente no pueden competir a día de hoy con estos tótems de la cultura popular. Y ya sé que es un pecado que no haya nada de los Beatles o que me haya dejado el Dark Side of the Moon (Pink Floyd, 1973), pero aunque los primeros han estado a punto de entrar, el caso de los reyes del rock sinfónico es más duro. Nunca he ocultado mi favoritismo por The Piper at the Gates of Dawn (1967), y si ese no ha pasado el corte, ya está todo dicho.
Aquí solo hay tralla, verdad y emoción a raudales. Es mi opinión. Discutible pero totalmente sincera.
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10 What's Going On (Marvin Gaye, 1971)
Cuando Marvin Gaye sacó este álbum no creo que pudiera imaginarse lo necesario que era para un mundo en plena combustión. Las turbulencias sociales se multiplicaban en forma de conflictos raciales, la guerra de Vietnam, que estaba en un punto de no retorno inasumible por ninguna de las partes, y multitud de revueltas sociales que pintaban un panorama más que oscuro. Por eso no era posible que un artista encontrara tanto amor en medio de la miseria, tanta humanidad en medio de un mundo tan despiadado. Pero Marvin lo hizo. Y por eso el mundo se agarró a estas plegarias, a todo este talento desatado, como si se tratara de su última oportunidad de salvación.
Loveless es una obra maestrísima de los 90. Un dechado de gracia en movimiento. Una sacudida interminable. Un disco irrepetible e inalcanzable que supuso el agotamiento de una banda genial. Es curioso porque abres el libreto y no hay apenas información. Tanto misterio solo puede deberse al descuido o a la imposibilidad de glosar el trabajo milimétrico, concienzudo y chinesco de un Kevin Shields desaforado, que lo dio todo en el estudio para parir su magnum opus. Esto es un testamento inabarcable que casi nadie puede aspirar a legar.
Se abre esta joya a martillazo limpio y puro con las guitarras entrechocando contra la solidez férrea de una batería de adamantio. "Only Shallow" es tan prístina y precisa como un reloj suizo. Tan inmisericorde como Atila. El perfecto pórtico que nos adentra por senderos más turbios cargados de estática viciada y salvajemente hermosa. (...)
8 Funhouse (The Stooges, 1970)
No veo posible ponerse este disco, ver cuándo salió y no emitir un grito de sorpresa. No me cabe en la cabeza cómo Iggy y su banda pudieron tocar con esa rabia, con esa convicción, sin importarles la recepción que pudieran recibir en un año como 1970. Te pones el disco cincuenta años después y es que no te lo crees. Tanta furia, tanta electricidad, tanta urgencia... Sí, luego llegaron los punkarras a reivindicarlos, pero es que en esos momentos no había nadie que se acercara siquiera a oler lo que los Stooges estaban haciendo. No es que Funhouse fuera brutal en su momento, es que lo sigue siendo, con todo lo que eso significa. Y no hay que ser muy listo para olerse que lo va a seguir siendo por los siglos de los siglos.
Poner una tumba en la portada de un disco tan funerario ya por su sonido podía parecer frívolo y hasta fácil. Hacerlo poco después del suicidio de su cantante, eso ya hacía más que rozar lo morboso y lo oportunista. Sin embargo, la portada la había elegido Ian Curtis, o al menos había estado de acuerdo con la elección como funda del que iba a ser su segundo álbum. Y aun siendo legítimas todas estas dudas, te pones el disco y no puedes más que llorar de emoción. Tanta hondura, tanta premonición, tanto dolor reconcentrado en las letras, pero también en un sonido abisal, denso y absolutamente aplastante en su solemnidad pétrea... Son demasiadas cosas como para pararse en tonterías. Demasiado arte y demasiada verdad como para poner en duda que estás ante algo mucho más grande que la propia música que contiene.
6 Kind of Blue (Miles Davis, 1959)
Pocos discos, si es que hay alguno, pueden amasar mayor consenso que este Kind of Blue a la hora de encumbrarlos como lo mejor que se ha hecho. Y con toda la razón. Porque dentro del jazz no tiene parangón esta revolución tranquila que se inventó Miles poniendo el cool en primer plano en tiempos en los que dominaba el furibundo bebop. Miles ralentizó el tempo y promovió una improvisación más controlada para detallar con mayor minuciosidad unos pasajes sinuosos, tersos y emocionales por encima de cualquier otra consideración más epidérmica. De todo eso, este disco es el súmum. Tan solo échenle un vistazo a sus colaboradores en el que puede ser el disco más querido del jazz. Cannonball Adderley, Bill Evans, Paul Chambers o John Coltrane. No creo que haya que añadir comentario alguno para aumentar el impacto de semejante cartel.
5 Pet Sounds (The Beach Boys, 1966)
Este puesto podría haberlo ocupado Revolver (The Beatles, 1966) y algún otro de los de Liverpool. Curiosamente, siempre me he jactado de que dicho álbum me gusta un poquito más que este Pet Sounds. No será verdad, cuando a la hora de la verdad me decanto por el de los norteamericanos. Y es que el influjo de la obra maestra de Brian Wilson y sus compadres es mucho más grande que sus propias canciones. La forma en la que usaron el estudio como el instrumento principal, las armonías inalcanzables que hilvanaron aquí, el engarce perfecto entre las canciones, el caos mental y personal que hubo en las sesiones de grabación y que acabó con Wilson en el psiquiátrico... Todo esto ha influido en convertir al álbum en uno de los clásicos más inapelables de la historia. Hasta el punto de que en estos tiempos no es un disco fácil de disfrutar. No es raro encontrar opiniones que lo ven sobrevalorado y a mí mismo me contó más de lo que esperaba. Hasta que lo pillas y no quieres otra cosa. Porque al final se pilla siempre. No hay más que intentarlo las veces que sean necesarias.
4 A Love Supreme (John Coltrane, 1965)
Si hay un disco capaz de transportarte a otro mundo, ese sería la obra cumbre de John Coltrane. Una plegaria que él siempre achacó al mismo Creador, el cual se la dictó para que la inmortalizara con su saxo para la eternidad. Fuera así o no, el de Hamlet se tomó muy en serio su papel de transmisor y no sin dolor creó una pieza en cuatro partes que para mí es lo más epatante y emocional que se ha hecho bajo la etiqueta del jazz. Miles es un dios de esa música, por supuesto, pero si me tengo que quedar solo con uno, me temo que escojo a Coltrane y a este disco. Una obra que causó una conmoción inesperada y sublime en mi alma. Un disco que no consigo comprender, pero que disfruto más cuanto menos intento desentrañarlo. Una de esas obras que existen para acompañarte, pero que no aceptan interrogatorios ni entrevistas. Ella se va a encargar de acercarte al Dios que parece hablarte en cada soplido del saxofonista. Tú solo tienes que dejarte llevar.
(David Bowie, 1972)
David Bowie culmina su papel definitivo como ese alienígena bisexual, genio de la guitarra con conatos suicidas. Ziggy Stardust fue un personaje para el que Bowie bebió de mil fuentes. Un ente excesivo, floreado y hasta diría que cruel. No tardaría mucho en darle muerte en el mismo escenario para empezar con otra cosa, pero en este momento, con este disco, aparte de ayudar a dar forma a ese glam que acababa de nacer, se fabricó una de las obras más definitivas de la historia del rock, auténtico molde en el que se miraron casi todos para hacer discos en los 70. Ahí están Lou Reed o Iggy Pop para dar fe de ello con sus Transformer (1972) y Lust for Life (1977), álbumes en los que mete mano David y que son otros clásicos inmarchitables. Álbumes que triunfaron porque siguieron la senda de esa elegancia llena de altivez, esa brillantez melódica en medio de un fondo sucio y muy eléctrico. En fin, que supieron destilar lo mejor de una obra inagotable y estratosférica. Porque Bowie tiene muchos hitos, algunos altísimos, pero creo que ninguno iguala lo que hizo aquí.
2 The Velvet Underground & Nico (The Velvet Underground & Nico, 1967)
Este es uno de esos discos cargado de lugares comunes y frases casi hechas ya. Que si nadie le hizo caso en su momento, pero los pocos que lo compraron acabaron formando una banda, que si es un dechado de innovación en esa mezcla imposible entre dulzura y agresión, que si ha generado un par de movimientos musicales o tres él solito... Frases que todos hemos oído alguna vez aplicada a la cima de los neoyorquinos. Frases que no por manidas dejan de ser ciertas. Frases que pueden ser una losa en estos tiempos, casi sesenta años después, pero que no deberían serlo. Deberían ser una garantía de lo que es el disco más autárquico, narcótico y perverso que se haya grabado jamás. Un disco urbano, pulsante, que ha entendido el ritmo y el fluir de lo que pasa en el vientre infecto de la gran urbe como ninguno. Un grito primario en el que no se habla ni de bien común ni de revuelta social. Solo de la libertad de elección, del hedonismo extremo y de lo que pasa en nuestros cerebros y nuestras almas, ya sea esto bueno u horrible. Puro periodismo sin anestesia, cronismo en negro de lo más sucio y lo más auténtico de esta vida. ¿Hay algún disco como este por ahí suelto?
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1 Blonde on Blonde (Bob Dylan, 1966)
El
disco más grande de Bob Dylan podría estar aquí por ser uno de los
primeros (el primero quizás) discos dobles de la historia, pero no sería
mucho mérito eso. Además no necesita de esas ayuditas, cuando por sí
solo cuenta con una brillantez y una autoridad tan irrebatibles. Si el
Bardo ya había tocado el cielo con Highway 61 Revisited (1965), ampliando y mejorando lo apuntado en Bringing It All Back Home (1965), con este Blonde on Blonde
duplica la intensidad, el lirismo y apuntala el lenguaje que iba a usar
el rock en los siguientes tropecientos años. Aquí no cuenta solo lo que
dice Dylan, aunque sea lo más importante, también hay que prestar
atención a cómo lo dice y cómo lo adorna. Cómo el engarce entre
teclados, guitarras eléctricas y acústicas es un trenzado perfecto para
su voz imperfecta, chamánica y absolutamente certera. Cantando desde las
entrañas, amplificando el grito final, tratando de abrazar la eternidad
entre versos mercuriales y música ácida flanqueando la psicodelia. Creo
que por eso está en el primer lugar. Porque, aun siendo un disco
fundamental en mi vida, esa importancia se queda en nada ante el peso
que ocupa para el resto de la humanidad. Lo sepáis o no.
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