METAL. Las setenta y dos estaciones que se suceden hasta cumplir los dieciocho años debieron ser duras para James Hetfield, letrista único y cabeza pensante tras el concepto del undécimo disco de Metallica. Así se deduce por el tono agrio con el que se enfrenta a unas canciones que en una interminable hora y cuarto tratan de mostrar el lado más agresivo del combo.
Personalmente creo que aquí está el gran error de los californianos. En esa obsesión por reverdecer viejos laureles, creo que se olvidan de que el secreto de su éxito, más que en una violencia que de todas formas no van a poder a conjurar como hace cuarenta años, está en un lado lírico, en una alianza con la música clásica, que han ido abandonando progresivamente desde que Cliff Burton desapareciera trágicamente allá por el 86. Una pérdida de la que nunca se han recuperado, también en lo artístico.
Así, nos encontramos a la base fanática del grupo discutiendo sobre si este es el mejor disco desde su polémico Load (1996) o incluso desde su mítico 'Black Album' (1991), sobre si los riffs son los más poderosos que han facturado en años y demás menudencias que no hacen más que ocultar la verdad: que Metallica llevan más de treinta años sin ofrecer un disco sólido y de esos que se pueden llamar, no digo ya clásicos, ni siquiera duraderos, sin peros ni dudas. Pero si incluso hay quien se enzarza en discusiones sobre si este es el mejor de los cuatro últimos que han sacado, como si la tanda más mediocre de la historia de los cuatro jinetes mereciera sesudos análisis.
No creo que haya que darle más vueltas. Por muy resultones que sean los riffs sobre los que construyen estas canciones, que algunos lo son, no son más que una excusa sobre la que divagar y dar vueltas sobre la misma idea sin llegar a ninguna parte. La manera en la que alargan aquí las canciones me parece infame. Temas de seis, siete y hasta once minutos, que no dejan de ser una repetición de estructuras y dinámicas sin ton ni son, convierten lo que podía haber sido un disco directo y crujiente en una tortura interminable.
Y aun así esperaremos con agrado el próximo. Esperaremos seis años, quizás diez, pero tampoco debemos tener prisa. Eso sí, las expectativas creo que hay que rebajarlas. Si no nos lo han dejado claro ya, no sé qué les queda por hacer para que nos enteremos.
★★☆☆☆
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