viernes, 10 de junio de 2016

Dios salve a la reina




Queen, esa hipérbole vergonzosa, entre el vodevil y la brillantina. Un ente engullido por sus propias ínfulas que reinó en las décadas de los 70 y 80 como un dragón que escupía fuego y amasaba fortunas inimaginadas. Una banda tan sobrecargada y con un gusto tan cuestionable que quizás no debería estar aquí. Aunque por otra parte, bien pensado, todos estos son ingredientes más que de sobra para aumentar su aura y un poder de fascinación ya de por sí ilimitado.

A nadie le pasa pero estoy seguro de que a Farrokh Bulsara sí. Seguro que estaba muy seguro de lo grande que iba a llegar a ser desde bien guacho. Incluso antes de bautizarse como Freddie Mercury en esa ceremonia de fuego que supuso la formación de Queen junto a Brian May y Roger Taylor. La seguridad y el dominio escénico del cantante, junto con su impresionante rango vocal de cuatro octavas, serían las señas de identidad más poderosas de una de las bandas llamadas a dominar el mundo. No las únicas, por supuesto. La aportación de la base rítmica fue sin duda básica, tanto la batería del fundador Taylor como la incorporación posterior de un bajista como John Deacon que como el resto del grupo permanecería en su seno hasta el final. Aún así me parece más importante si cabe la contribución de la guitarra del superlativo Brian May que encontró formas nuevas de expresión en un instrumento fabricado por él mismo y que poseía un timbre y una personalidad propia e inigualable.
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Queen empezaron como un grupo glam con pretensiones operísticas y cabareteras. Amantes del concepto por encima de la canción, se estrenaron con un par de discos tan enrevesados y barrocos como insulsos. Queen (1973) y Queen II (1974) cuentan con defensores acérrimos, como toda su discografía, pero yo los situaría entre lo peorcito de una carrera, seamos realistas, irregular, pretenciosa y con poca miga más allá de un puñado de canciones, eso sí, antológicas. Las letras, por otra parte visitaban con obcecación demasiados lugares comunes y tenían poca chicha. La fuerza interior, el poder ilimitado de la amistad verdadera, el poder sanador del amor y un positivismo más bien tontorrón son su argumentario más recurrente.

No, Queen nunca fue un grupo de álbumes. Tienen un par de trabajos intensos y dignos pero en general les podía la falta de un filtro, de una autocensura que elevara el nivel de calidad. El directo en cambio era otra cosa. Ahí sí podíamos verlos en su elemento y eran capaces de defender lo indefendible, convirtiendo temas infumables en piezas memorables de rock incendiario y emoción a flor de piel.

En sus múltiples mutaciones tocaron palos bien diversos. Tuvieron sus escarceos con la electrónica y los sintetizadores, colaboraron en un par de bandas sonoras y Mercury incluso se atrevió con la ópera y la música de baile. El hecho de que todos los miembros del grupo compusieran y cantaran (Deacon menos, todo sea dicho) facilitó el que casi todos tuvieran carreras en solitario en paralelo a Queen, lo cual, en la mayoría de los casos, no pasa de lo anecdótico.

Así las cosas todo parecía ir viento en popa con la edición de un flamante disco que ya se veía superventas (Innuendo) cuando el SIDA acabó con la vida de Mercury. Fue el 24 de noviembre de 1991, día de infausto recuerdo para sus entregados fans. Con Mercury moría no sólo un artista de voz portentosa y dominio escénico sin parangón, con Mercury moría Queen. El resto de la banda pareció tenerlo claro en un principio enterrando cualquier posibilidad de continuación. Con el tiempo este veto se relajó y se han intentado varias reuniones más o menos serias con diversos cantantes. Robbie Williams, Paul Rodgers o Adam Lambert han intentado ponerse en la piel de Freddie en diversas grabaciones o conciertos. No tengo que decir que sin ningún éxito más allá de la anécdota. Que Freddie Mercury era Queen  es tan impepinable que cualquier intento de maquillar esa idea siempre quedará en una cosa burda y sin sentido.

3 básicos

A Night at the Opera (1975) ***1/2

Obra maestra de dimensiones bíblicas (en todos los sentidos). Un tratado esencial sobre cómo aprovechar el estudio de grabación para combinar rock de vodevil, coros operísticos, conatos eléctricos y perlas de un naif que tira de espaldas. "No se han usado sintetizadores en la realización de este disco". Doy fe de ello.



A Day at the Races (1976) ***

La continuación del anterior no es tan redonda pero sí que consigue rozarlo en su "grandeza". No se olvida Queen aquí de sonar fuerte y claro con una querencia por la ampulosidad que siempre ha sido su perdición ante la crítica seria. Aún así esto funciona, es efectivo, es melódico y tiene poder.

The Works (1984) ***

Este fue el revolcón definitivo entre las masas. Canciones que petarían la radiofórmula y los elevarían a los cielos. El que no se haya empachado con "Radio Gaga", "I Want to Break Free", "It's a Hard Life" o "Hammer to Fall" no puede vivir en este mundo. Un disco que se diferencia por contener canciones valiosas más allá de los cacareados singles, algo a lo que Queen no nos ha tenido nunca acostumbrados.

Una canción

Un grupo con tantos éxitos no lo pone fácil, pero esta vez no me lo pienso en absoluto. Siempre me ha maravillado la euforia espídica de una canción de esas que sube la temperatura. "Don't Stop Me Now", himno gay, canto al desfogue desprejuiciado y libre. Una alegoría perfecta para la catarsis, el ansia y el exceso que encarnó Freddie Mercury en una de sus interpretaciones más geniales y una de sus melodías más eternas.




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