Todo el mundo conoce Nueva York. No hace falta haber ido. Sus calles, sus rascacielos, su nervio, han estado tan omnipresentes en el cine que es reconocible a primera vista. Nadie como Woody Allen ha retratado la ciudad de sus amores. Y nunca como en esa oda a Nueva York que es Manhattan (1979).
Con pulso vibrante y ese fluir líquido que marcan el ritmo de los amores y desamores retrata el caos existencial del ser humano moderno. Y entre tanta indecisión y falta de comunicación hay algún instante para declarar amor eterno. Una pausa eterna junto al puente de Brooklyn. Un instante único en lo pictórico y en lo poético. Una declaración de amor a una ciudad, sus habitantes y a una forma imperfecta y única de ver las cosas.
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