BLUES ONÍRICO. Lo de David Lynch con la música va de la mano con ese ansia raruna que lo espolea como realizador. Esto último es lo importante, lo que ha hecho de su nombre un sello indeleble e inconfundible en esto del arte. Lo de la música es más anecdótico, pero no deja de tener su enjundia. No, el David Lynch músico no es una nota a pie de página y eso ha quedado claro en la forma en que mete la mano en la música de sus películas, ya sea como seleccionador de equipos de pesadilla o incluso componiendo para reforzar sus ya de por sí poderosas imágenes.
La canción titular aparece en "Inland Empire" (2006), pero en realidad no tiene coartada fílmica que lo espolee. Es simplemente una válvula de escape para la creatividad desbocada del genio de Montana. Un par de temas que no parecen mucho, pero que acaban iluminando muchas noches y muchos rincones oscuros. Los ingredientes serán familiares para el degustador de la obra lynchiana. Es lo que nos ha ido mostrando en sus películas y otras aventuras discográficas. La turbulencia de su aproximación al blues, con ese toque psicodélico, preñado de un eco ultraterreno pasado de reverb, sigue siendo una experiencia que roza lo místico.
Estos dos cortes son una muestra pequeña pero tremendamente interesante. Una zambullida en lo onírico y en lo desviado. En su progresión sencilla y obsesiva nos remiten a cosas como Twin Peaks, a cosas turbias y recónditas, casi malsanas. Lynch subraya todo esto con su escasísima voz, un eco implorante e impotente que repite consignas de amor sucio y hecho jirones. Esta música representa los retazos de algo que una vez fue bueno, los harapos de un amor que existió alguna vez y que ya no es más que humo. Y lo hace con una fragilidad tan auténtica que acaba cortando como la hoja más afilada.
★★★☆☆
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