ROCK SINFÓNICO. Meddle, el sexto disco de Pink Floyd pasa por ser su mejor obra desde su debut. Nunca un disco con toda una cara dedicada a una canción ha sonado tan refrescante y claro. Y esto no es solo gracias a sus virtudes, que habría que matizar, sino también por venir después de dos ladrillazos antológicos como son Ummagumma (1969) y Atom Heart Mother (1970).
La apertura con la instrumental "One of These Days" augura que todo había cambiado aquí. El tema es una apuesta cristalina por la claridad y la contundencia. El bajo marca un ritmo vertiginoso que se contagia desde que empieza a sonar. Tras él pasan a combinar lo épico y lo melindroso aunque con una gracia que no encontrábamos no mucho tiempo atrás. Y todo con una duración razonable. Al menos hasta llegar al cúlmen del disco. Su piedra de toque. Un tema de más de 23 minutos que se come, como decíamos, la segunda cara del vinilo. Con estos datos, "Echoes" parece algo poco apetecible a primera vista y sin embargo conquista desde las pulsaciones que lo inauguran, fruto de los jugueteos casuales de Rick Wright. "Echoes" es todo lo que habían pretendido ser algunas de sus aburridas epopeyas anteriores. Es voluptuosa, lírica y coherente. Bulle cuando lo tiene que hacer y se solaza en el reposo sin aspavientos. Es uno de los grandes hallazgos de Pink Floyd, la excusa perfecta para agenciarse este disco.
Sin exagerar, colocaremos al sexto de los de Cambridge en un lugar destacado de su discografía, pero para nada dentro del canon occidental. El álbum muestra demasiadas lacras como para considerarse siquiera excelente. Refresca y se agradece, sobre todo, si nos enfrentamos a la obra de este grupo de una manera cronológica. Compréndanme. Acabo de tragarme dos mamotretos de órdago. Por todo lo expuesto, Meddle sabe a gloria. Porque es simplemente un buen disco. Y eso a veces es más que suficiente.
★★★☆☆
Total: 47 min.
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