JAZZ ELÉCTRICO. Este es el disco más aventurero, adictivo y salvaje que se haya grabado jamás. No sé si exagero, es difícil saberlo ante tamaño coloso de la música popular. Lo cierto es que la obra maestra de Miles Davis no envejece ni un minuto desde ese lejano 1970 en el que se parió. Y fue un parto difícil. Ni el público ni el entorno del trompetista acababan de verlo con buenos ojos, pero por suerte eso no iba a detener a Miles en la culminación de su reinvención como Apolo eléctrico en plena celebración de su negritud.
In a Silent Way (1969) ya fue revelador y catártico. Un monumento que inauguraba un ciclo de exploración y frenesí eléctrico. Este lo supera y se erige en cúspide de un sonido y una actitud. El disco, cuyo título homenajea y retuerce el "brebaje de brujas" (Witches brew) de Macbeth (William Shakespeare), es una monstruosidad doble que se acerca a los 100 minutos. La primera rodaja la ocupan dos temas. "Pharaoh's Dance" abre fuego y llena la cara A como un manto eléctrico, donde el teclado y sus dibujos marcan la pauta y rellenan huecos inimaginados en el subconsciente. Joe Zawinul es responsable de la composición y marca claramente un ambiente fantasmagórico que agarra al oyente por el cuello desde que empieza a sonar. El pianista se erige en consejero espiritual de Miles en esta etapa de fusión salvaje, no solo en este disco sino desde el mismo comienzo con el anterior. El segundo tema también se merienda la cara B por completo y el título habla por sí solo. Es, efectivamente, un "brebaje de zorras", un tema lascivo, vicioso y afilado como una daga al rojo vivo. Pulsaciones y eyaculaciones de trompeta marcan el dibujo principal de una pieza densa, magmática y brutal.
La principal característica de este álbum sería la libertad expresada en improvisaciones largas, carnosas y que no conocen límites. Estas continúan en un segundo volumen sustantivo, que empieza con un ritmo mareante y letal en "Spanish Key" y continúa en una exhibición de ese guitarrista sutil, melódico y demoníaco que podía ser John McLaughlin (su nombre da título al tema). Volcánico como esa salvajada en crescendo desatado que es "Miles Runs the Voodoo Down". Con un final apocalíptico, es la perfecta introducción para "Sanctuary", un cierre que comienza ensoñador y clásico para ir envenenándose y dejarte a las puertas de Jericó.
Tengo la costumbre de asociar la música con colores. En mi discoteca hay discos negros y azules, malvas y blancos. Y no me refiero a sus portadas (aunque eso pueda influir). El sonido que contienen me inspira una u otra tonalidad. Pues bien, este disco sería ROJO. El rojo de las luces estroboscópicas. O quizás el naranja brillante y explosivo de la lava encendida. Y de eso tienen buena culpa las dos primeras composiciones. El resto acompaña, borbotea y estalla, pero son las dos primeras el pórtico iniciático, la bienvenida traicionera y bajuna a unos placeres ocultos y muchas veces inalcanzables. Es oir los primeros acordes empujados por la batería insistente de "Pharaoh's Dance" y verlo todo de color carmesí. Como si un velo de gasa roja envolviera mis pensamientos. Imágenes de brujas y zorras bailando el baile de la barbarie. Y el caldero borboteando para la eternidad. Miles fue un santo y una figura inimitable. Y Bitches Brew lo atestigua como el testamento que cualquiera querría legar. Aunque no pertenezcas a este mundo.
A pesar de ser un disco a todas luces difícil, fue el primer disco de oro para Miles Davis.
Fueron pocas las piezas de este disco que tuvieron ensayos previos a su grabación. La mayor parte de ellas se grababan después de seguir unas breves indicaciones de Miles. Simplemente indicaba el tempo, algunos acordes o algún detalle de la melodía principal. Con eso debían tener más que suficiente los músicos para desarrollar su arte.
En "John McLaughlin" Miles no tocó nada, algo cuando menos curioso en un artista tan aglutinador y absoluto.
En esta grabación la edición tuvo un protagonismo importante. No es fruto de la casualidad a pesar de lo que pueda parecer. Se unieron diferentes secciones y se añadieron efectos para conseguir el resultado final.
La maravillosa portada es obra de Mati Klarwein, poseedor de un estilo más que característico que virtió en otras portadas míticas como la de Abraxas (Santana, 1970):
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