POP CONTRAHECHO. No fue de extrañar que Ibon Errazkin volara en solitario cuando se acabó su aventura con esos queridísimos Le Mans. Al fin y al cabo siempre había sido el alma del grupo, el motor que hacía que todo funcionara. Por eso nadie se sorprendió cuando publicó este álbum a su nombre. Como nadie arqueó la ceja al comprobar que era totalmente instrumental. Si el bueno de Ibon no había cantado nada en sus bandas anteriores, no podíamos esperar que abriera la boca en un disco por su cuenta y riesgo.
Lo que sí pudo sorprender es lo que sonaba aquí. En ocho temas de duración variable, dos de ellos superiores a los seis minutos, el de Donostia se las apaña para sonar como la banda del pueblo, como los Skatalites liándola en la playa de la Concha, como Miles Davis tocando su Sketches of Spain (1960) junto al Peine del Viento o como Pascal Comelade con instrumentos para adultos. Todo eso a ratos, a veces a la vez, solapándose, y otras alternándose con amabilidad. Poco o mucho de lo que había venido haciendo anteriormente nos encontraremos aquí. Dependerá de nosotros el grado de familiaridad respecto a nuestras expectativas y nuestra sensibilidad, pero lo que está claro es que lo poco o mucho que nos suene a lo que siempre había hecho este artista va a sonarnos de otra manera totalmente diferente aquí.
Porque en esta aproximación, Errazkin no se encuentra constreñido por el traje estrecho del pop canónico. Las canciones tienen libertad para explorar, inflarse o pararse en detalles para los que antes no había tiempo en la dictadura de la estrofa-puente-estribillo. Por eso suena tan libre, tan auténtico y tan raro al mismo tiempo.
En este debut, Ibon Errazkin parece decidido a disfrutar y como suele suceder en esos casos, es inevitable que nosotros acabemos disfrutando también. Bendecido sea.
★★★☆☆
Javier Aramburu, una vez más, pone imagen a este álbum en una portada en la que parece acercar La ola (1830-33) de Hokusai al Cantábrico. No se olvida ni del Monte Fuji. Mientras, un Errazkin cinrcunspecto aguanta el chaparrón con la sola protección de un mísero paraguas.
Más allá de lo divertido del asunto, hay mucha miga en dichas elecciones. Queriendo o no, el ilustrador estaba arrimando este álbum a ese otro Música Dispersa (1970) con el que Jaume Sisa y compañía, treinta años antes, ya habían volteado el concepto de psicodelia y experimentación en este país.
Discos hermanos, o primos lejanos si lo prefieren, que se dan la mano en eso de darle la vuelta a lo predecible para mantener siempre fresco este arte de la música popular que gracias a ellos se mantiene fresco, longevo y sin atisbos de agotamiento.
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