JAZZ ROCK TERMINAL. Bowie sacó este disco y murió. Así, sin avisar, sin tiempo para la despedida. El caldo de cultivo perfecto para la especulación y el ansia por ver en "Blackstar" el testamento profético de uno de los artistas más geniales que hayan existido. La estrella negra, la enfermedad, el pánico a la muerte, el deseo de trascender, todo se apelotona en los análisis sesudos que tratan de despedazar el último grito de Bowie en el que claro que hay un poco de todo eso, pero como no podía ser de otra forma, hay muchísimo más.
Los videoclips tampoco ayudan a dejar mucho para la imaginación. Tanto el de "★" como el de "Lazarus" son obras maestras aterradoras, como las canciones que los motivan. Tanto más cuando se consumó la fatalidad pocos días después de su presentación. Esta vez, como nunca, todo cobraba sentido, demasiado tal vez, demasiada pornografía y demasiada realidad. Bowie se iba sin un lamento pero con un mensaje claro: no era su momento, no quería dejarnos todavía. Esa ausencia de dramatismo, esa confesión pavorosa de que, como cualquiera, tenía miedo al final de la partida, lo hace más humano y lo desvincula del alienígena que siempre vimos en él.
Las circunstancias pueden pesar a la hora de valorar este disco. Pueden hacernos exagerar, pero también negarle sus virtudes por eso de no caer en la hipérbole postmortem. La distancia es lo mejor para la imparcialidad. Quizás no haya pasado suficiente tiempo todavía, pero un año después de su partida puedo y quiero enfrentarme a la escucha de la última obra de Bowie. Y lo que me encuentro es lo que me esperaba, incluso un poco mejor aún. Saxos de auténtico free jazz para enardecer el tenebrismo, una oscuridad nada impostada, un sonido grandioso que sale de las mismas entrañas, incluso noise rock del duro. Nada que anuncie a priori a una persona devorada por la enfermedad. Bowie se presenta más vivo que nunca, aunque deje pistas de lo que va a pasar en cada requiebro y en cada letra.
"Blackstar" es la culminación perfecta de un viaje sin igual. Una forma tan redonda de irse que parece imposible. Seguramente David tampoco pretendía generar todo el revuelo que se ha armado, sino simplemente sacar el mejor trabajo que fuera capaz de escribir. Pues lo ha conseguido con su mejor disco en casi cuarenta años. No se me ocurre mejor homenaje.
★★★★☆
Todo en el epitafio artístico de David Bowie se rebela contra lo acomodaticio. Se rebela también, y esto no era tan predecible, contra la melancolía terminal y comatosa de saber que el tiempo se le estaba yendo. No, aquí no hay nada de eso. Lo único que veo es arte en rebelión, arte incómodo, con mil aristas y con ese ansia asesina de querer transmitir a toda costa. Un arte funerario y agónico que trata de prolongar el estertor, de ser un último intento de rozar la eternidad siquiera con la punta de los dedos. Transgresión que me lleva directamente a Francis Bacon, a Jackson Pollock o al Guernica de Picasso. Elijo para ilustrar este paralelismo ese desasosegante y crudísimo "Estudio del retrato del Papa Inocencio X de Velázquez" (1953) del pintor angloirlandés. Por representar como pocos el arrebato terminal, el puro grito primario de un ser al borde del colapso. Como este discarral, una certera, sincera y personalísima mirada al abismo.
Un dechado de clase y rotundidad que ejerce como perfecto epílogo para la carrera, la vida, del Camaleón. Habrá que ver si tiene más material de este nivel escondido, en cuyo caso, se haría perentorio reunirlo para un disco completo que sirviera de colofón a una de las carreras más coherentes, inteligentes y hermosas de la historia de la música pop. Etiqueta negra.
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