The Beatles (The Beatles, 1968)
POP. Blanco inmaculado, engañoso, de corazón turbio. Ni esto va de pureza ni de simpleza galopante. Si los Beatles querían jugar al despiste, lo lograron sin duda alguna. Una máscara que ocultaba en lugar de anunciar lo que bullía en el interior de esta obra densa, furibunda, deliciosa e inmensa. No fue el primero, pero el conocido como "Álbum Blanco" se convertiría en paradigma, en ejemplo a imitar, a la hora de fabricar esos discos dobles que tanto han abundado desde él y que tan pocas alegrías han acabado dando.
The Beatles dieron con la clave en su primera y única obra en este formato. Sentaron las bases sobre cómo había que llenar dos rodajas de vinilo sin cansar al oyente, utilizando el espacio para ensanchar horizontes y explorar sus propios límites sin salirse, eso sí, de su idiosincrasia. Algo muy obvio, pero no tan fácil de lograr. Ellos tradujeron todo esto en una variedad estilística sin parangón en su canon. Aquí hay pop, cómo no, pero también folk, ragtime, ska o rock duro, experimentos radicales y baladones imposibles inspirados en el crooner más vetusto que podamos imaginar.
La experimentación en el estudio se relaja aquí. Por dominio o hartazgo, hay una cierta vuelta a la sencillez de los días anteriores a "Rubber Soul" (1965). Tampoco tan esquelética, aunque hay unas cuantas piezas que son una clara apología de la desnudez y lo más básico de su música. Todo eso acaba haciendo al disco más digerible de lo que podría haber sido. Treinta canciones no son moco de pavo, pero cuando se mezcla todo con esta falta de prejuicios y con este desparpajo, sale lo que tiene que salir.
"The Beatles" (1968) también es un homenaje nada velado a los EE.UU., que tanto habían dado al cuarteto. Un homenaje que después repetiría mucha gente, U2 entre otros, sin el gusto y el tino de los de Liverpool. Aquí domina el blues como en ningún otro disco del combo, endurecen lo eléctrico y dejan en pañales lo acústico. Todo esto hace del disco un juego de contrarios delicioso e imposible de imitar. Ahí está su gran baza. En que el noveno disco de los Fab Four es doble porque tiene que serlo. No parece algo buscado como tantas otras veces, sino que las canciones van reclamando su espacio y su razón de ser por encima de imposturas o fachada. Las buenas, las maravillosas y las regulares, todas demuestran su valía de una u otra forma. Y eso no es nada fácil.
★★★★½
Es imposible escapar a la blancura absoluta y anegante que envuelve a este álbum. Un artwork que nacía para oponerse al multicromatismo extremo de sus dos obras anteriores. Y es cierto que el contenido también busca la pureza al evitar la multiplicidad estilística que venían aplicando dentro de una misma canción. En The Beatles hay una miríada inabarcable de estilos, pero cada tema se concentra exclusivamente en uno.
Una pureza que también podemos relacionar con la obsesión del grupo en estos años por el hinduismo, religión para la cual el blanco simboliza lo puro y lo limpio, así como la paz y el conocimiento. Concretamente, el interés de todos se orientaba hacia la Meditación Trascendental del Maharishi Mahesh Yogi. Para ello, en febrero, meses antes, viajaron a la India y tuvieron una estancia bastante reveladora en el ashram del maestro hindú.
Buscaran un sentido para sus vidas o la paz, ambas eran cosas que necesitaban más que nunca, visto el distanciamiento inexorable que empezaba a carcomer al grupo. Les quedaba prácticamente un año juntos y ya apenas se hablaban. Muchas de las canciones de este disco se compusieron en la India con una guitarra acústica como único instrumento occidental. No se puede decir que se note en el estilo, ya que es el álbum con menos influencia oriental desde Rubber Soul (1965), pero el espíritu del subcontinente sí que está en alguna letra y en la libertad que transpira este gigantesco álbum doble.
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