The Chess Box (Howlin' Wolf, 1991)
BLUES. Al oir este auténtico cofre del tesoro, esta joya hecha para ser atesorada de por vida entre nuestras posesiones más valiosas, a cualquiera le queda claro que Howlin' Wolf era mucho más grande de lo que sus casi dos metros de altura y más de ciento treinta kilos de peso voceaban a los cuatro vientos. Un auténtico animal que vivió el blues como pocos para darle forma desde esa Chess Records en la que reinó junto a un Muddy Waters, que era mucho más que un enemigo íntimo.
De Chester Arthur Burnett se han dicho muchas cosas. Que Charley Patton le enseñó a tocar la guitarra, que compartió escenario con Son House o el mismísimo Robert Johnson, que su aullido inconfundible venía de la imposibilidad de reproducir el yodel de su idolatrado Jimmie Rodgers. Cosas que, tras escuchar lo que contiene esta caja infinita, solo podemos tomar por ciertas. Como también que al cantar se le hinchaban las venas del cuello hasta el paroxismo, que sudaba a mares y que cuando estaba ante el micrófono no había otra cosa en el mundo para él que la canción que nos estaba narrando. Así de intenso, así de fuerte y así de verdadero fue Howlin' Wolf. Un hombre de verdad y sin aditivos de ningún tipo.
Y si el Lobo Aullador, ¡vaya sobrenombre más atinado!, fue diferente, único y una de las piezas clave para entender la evolución del blues moderno, era sobre todo por su voz. Una voz poderosa, inconmensurable. Una voz rasposa, grave, como el papel de lija frotándose contra la madera. Un estilo interpretativo con el que parecía que se estaba vaciando el alma en cada fraseo. Así de sangriento y asesino fue su instrumento, un arma de destrucción masiva que hacía de cosas como "Smokestack Lightnin'", "Little Red Rooster", "Back Door Man", "I Asked for Water", "Ain't Goin' Down That Dirt Road" o "Wang Dang Doodle" cosas muy serias.
Cosas que, ladrillo a ladrillo, ladrido a ladrido, han ido construyendo esta catedral de la música popular. Lo de Howlin' Wolf debería enseñarse en las escuelas. Así de importante me parece su legado. Una herencia sustentada, ya lo he dicho, en esa voz que te conmueve hasta la última célula. Una voz que sorprende por lo bien que se mueve entre unos arreglos que, en su mayor parte, tienen muy poco de primitivo. El contraste entre la barbarie del de Mississippi y la sutileza de su acompañamiento es lo que te acaba desarmando. John Lee Hooker era más seco, por ejemplo. Lo de Burnett es de una intensidad atómica, pero no está exento de florituras a todos los niveles.
Y por eso The Wolf es tan irresistible. Por su hombría sin coartada que valga, por su elegancia incontestable para moverse en medio del terremoto. Ya lo decía B.B. King: "puede que la voz de The Wolf no sea lo que llamamos agradable, pero no se puede negar que expresa a la perfección lo que bulle en su alma". Pues a la mierda lo bonito. Yo me quedo con lo punzante, lo rugoso, lo que siempre me va a hacer sentir vivo.
★★★★★
El nombre de Howlin' Wolf siempre irá unido a Chess Records, discográfica que, junto con otros artistazos, ayudó a elevar a las alturas. Otro nombre mítico del sello de Chicago fue sin duda Muddy Waters, al cual saco a colación por la intensa rivalidad que siempre mantuvieron ambos artistas y que tuvo buena parte de culpa en el desarrollo vertiginoso de un blues que en el cambio entre los 50 y los 60 vivía toda una edad de oro.
Me gustaría dejar claro que dicha rivalidad se basaba en el respeto y la admiración mutua y no en ese odio visceral que nunca ha traído nada bueno. Y también quiero dejar constancia de otro personaje clave en esta carrera en busca de la canción perfecta. El enorme Willie Dixon, contrabajista y compositor, que es, más que probablemente, la figura capital más importante en la evolución del blues tal y como lo conocemos. Sus composiciones nutrieron a los más grandes, siendo la base para la eterna revisión y remozado que el blues ha sido. Pocas cosas dentro de este género son enteramente originales, puede que ninguna, pero si hay alguna, esas son las canciones que Dixon dejó para la posteridad.
Es famosa la anécdota de cómo el bajista jugaba con los egos tanto de Waters como de The Wolf. Aplicando la psicología inversa, harto de que se quejaran de que las canciones que preparaba para el otro eran mejores que las suyas (Burnett especialmente), les enseñaba temas diciéndoles que eran para el otro, cuando en realidad no era así. Ni que decir tiene que la canción en cuestión se convertía en la mejor del mundo a los ojos de ambos bluesmen. Es lo que tiene el placer de pensar que estás robando una joya en las narices del rival. Algo a lo que nadie se puede resistir.
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