La chanson du mal aimé (Léo Ferré, 1957 / 1972)
ORATORIO. Los compositores clásicos siempre han sido una influencia capital en Léo Ferré. Ya desde sus primeros temas, no podía evitar mencionarlos en letras o citarlos en arreglos por doquier. Sin embargo, es aquí donde destapa su amor por esas partituras, con todo un oratorio moderno, pero respetuoso con el canon, en el que la poesía expresiva y profunda de Guillaume Apollinaire sobrevuela entre orquestaciones que bien podrían haber firmado Händel o Bach. O casi diría que Shostakovich por lo que explicaré abajo.
Es cierto que rompe la rigidez del género a base de emplear instrumentos no normativos para una orquesta y construirlo sobre un flujo en el que no hay partes claramente delimitadas, dotándolo de una sensibilidad y una intimidad claramente contemporáneas. Sin embargo, la música clásica lo invade todo en una obra ambiciosa y de calado como no había osado probar Ferré hasta ese momento. Es por eso que, ahora sí, podemos decir que este podría ser el momento en el que el autor monegasco empieza a dirigir su carrera hacia los laureles de la inmortalidad.
No obstante, esta afirmación tiene sus matices. Todo depende de dónde fijemos nuestra mirada con esta obra. Si nos fijamos en su composición, entre 1952 y 1953, debemos afirmar, sin duda alguna, que fue un momento capital en su carrera. Sin embargo, si tomamos la grabación original de la obra, la de 1957, no encontramos a un Ferré tan radicalmente distinto al de sus obras anteriores. Es cierto que hay un espíritu decidido ante la idea de estar creando música seria en las antípodas de lo que venía haciendo, aunque los resultados no fueron todo lo espectaculares que debieron ser.
Y es que este oratorio para cuatro voces, tan barroco y tan clásico, queda constreñido por unos arreglos muy convencionales y por un sonido bastante mate, en buena parte por las limitaciones técnicas. En definitiva, una obra diferente en el canon ferreriano, pero muy mejorable en su puesta en escena discográfica. Por eso, no debe extrañarnos que Ferré se empeñara en regrabarla con nuevos arreglos y con su voz como única garganta en la mayoría de los pasajes.
Aquí es donde surge la versión de 1972, más moderna y arriesgada, con más mordiente y con un Ferré espectacular en unos cambios expresivos escarpados y salvajes. Un auténtico tour de force que el monegasco resolvió con toda la potencia artística que le daba la experiencia y el hecho de estar en la cima de sus poderes. Aquí sí que podemos dejar de hablar de Händel y empezar a acordarnos de Ravel, Debussy o Shostakovich, referencias mucho más válidas para unos arreglos cortantes, sincopados y radicalmente contemporáneos.
No creo que haga falta decir cuál de las dos versiones prefiero. Sin olvidar que las dos son necesarias para entender la evolución del cantautor, y sin dejar de lado que la base que escribió Ferré a principios de los 50 es la auténtica clave de una obra inagotable, puede que la que toca más dentro emocionalmente hablando a su autor. No en vano, siempre la ha considerado como una de las más importantes de su vida. Porque lo representa como ninguna otra, algo que se percibe en cada fraseo, cada mordida y cada susurro, sobre todo, dejémoslo bien claro, en la versión del 72.
Ferré seguiría adaptando a los poetas más grandes en lengua francesa, ajustándolos a su inspiración inquebrantable, pero no podemos olvidar que aquí está el primer zarpazo, la primera vez que tomó una obra completa y le puso música, huesos y sangre. Después vendrían los grandes ciclos dedicados a Baudelaire, Aragon, Verlaine o Rimbaud. Creaciones superlativas que se desarrollaron a partir de lo que Ferré escribió para estos dos discos, auténtico momento seminal como ningún otro. Por eso hay que amar esta obra por encima de todas las cosas.
★★★☆☆
A Oratorio scènique, pt. 1 24:31
B Oratorio scènique, pt. 2 26:04
Total: 50:35
★★★★☆
A La chanson du mal-aimé 24:35
B La chanson du mal-aimé 21:42
Total: 46:17
El disco (o los discos, más bien) son la musicalización del poema del mismo título publicado por Guillaume Apollinaire en 1913. Un poema en el que el escritor se inspiró en su "relación" fallida con Annie Playden. Entrecomillo "relación" porque en realidad no fue tal, sino que se limitó al deseo casi adolescente del poeta por la institutriz británica que conoció en Londres. Un deseo que se tradujo en varias proposiciones, todas rechazadas, y que condujeron a que Annie tuviera que emigrar a EE.UU. para huir de Apollinaire.Un caso real, por tanto, que afectó al autor en primera persona y en el que trata de expresar de manera fidedigna y evocadora toda la impotencia y la tristeza que surgen de un amor tan deseado como imposible.
Todo ello atravesado por imágenes abstractas que entran y salen de la historia principal como fantasmas creando una sensación mareante que ya prologaba al surrealismo y que da al poema un aire moderno y rompedor. Por qué no, lo que acabó de enamorar a Ferré a la hora de hacerlo suyo para siempre.

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