Rough and Rowdy Ways (Bob Dylan, 2020)
CANCIÓN DE AUTOR. Bob Dylan se resiste a la abdicación y a sus casi ochenta primaveras sigue sacando discos a pesar de que a pocos parece importarles en un mundo que gira demasiado rápido como para prestar atención a las palabras sabias pero susurradas del bardo. Eso sí, a los que seguimos confiando en el arte del premio Nobel de literatura nos siguen maravillando las hazañas que el de Duluth sigue realizando disco tras disco y concierto tras concierto.
Decir que Dylan no es relevante a estas alturas es mentir como un bellaco. Es no haberse enterado de nada. Es no haber prestado atención a lo que nos viene contando en esta etapa de madurez cuyo origen podríamos colocar quizás en ese ya lejano "Time Out of Mind" (1997). O quizás podríamos limitarla aún más y decir que empezó en ese nuevo golpe de timón que fue "Tempest" (2012). Ese fue su último disco con material propio y por tanto aquel con el que todos lo vamos a comparar. Y sí, guarda bastantes semejanzas con él. Cuenta las cosas de una forma parecida. Se baña en trascendencia en los momentos más oscuros y sabe ser jocoso cuando toca, pero sería injusto no reconocerle a este "Rough and Rowdy Ways" su importancia y su carácter propio. Los tiene y los derrocha a raudales.
Eso es lo que vas a percibir si le prestas atención. Parece que no, que Dylan suena renqueante y arrastrado. Que un tío que roza la ochentena no puede contarnos nada que no sepamos ya, que chochea, que no tenía por qué meterse en follones y que debería limitarse a descansar y disfrutar de su merecido retiro. Pero no, no estamos ante un tipo cualquiera. Bob Dylan nunca ha hecho lo que se esperaba de él. Nunca ha ido por el camino predecible. Y nunca ha sido lo que parecía en un primer momento.
Tampoco ahora. No, no está acabado, aunque nos hable de la oscuridad que se cierne sobre él en más de una canción, aunque parezca a veces que su aliento lo abandona. Es precisamente esa voz, que está espectacular, seamos sinceros, lo más emotivo de un disco caudaloso, profuso en significados, potente y multicolor, a pesar de su aspecto adusto y un pelín demasiado solemne. Una obra en la que Dylan lleva a otro nivel el arte del pastiche y la referencia múltiple, haciendo de estas canciones auténticas obras literarias dignas de estudio una por una. Sí, hacen falta las anotaciones para abarcar el significado de unas canciones que sin ese trabajo de análisis aún pueden disfrutarse en su pura y llameante claridad.
Una obra postrera que sabe a elegía, que se despereza como una despedida que nadie quiere. Es triste, pero también gozoso. Es auténtico, crítico, profético y más pegado a su tiempo que nunca. Así se muestra Dylan en los momentos más fuertes: en la apertura, con una muy whitmaniana "I Contain Multitudes" en la que vuelca mil detalles de su vida y obra, en sus temas de blues terminal, en esa genialidad que es ponerle letra a la "Barcarola" de Offenbach ("I've Made Up My Mind..."), en la negrura sin aliento de "Black Rider", en la filosofía vital y nostálgica de "Key West", un paraíso en el que desaparecer, y sobre todo en esa ominosa, trágica e inabarcable "Murder Most Foul" con la que cierra. No lo necesitaba, pero le deja un CD solo para ella. Para separarla y para dejar claro que no se puede dejar de fondo. En su letra está todo lo que ha sido el bardo. Las imágenes de toda una era moribunda revolotean sobre el eje del asesinato de Kennedy. Un asesinato que se cierne sobre nosotros como historia viva, futuro y el presente más aterrador.
Sinceramente, se puede despachar este disco diciendo que es aburrido, pero me parece una solución de una pereza aberrante. De gente sin alma, sin ganas. El epítome de la ceguera que tapa los ojos de un mundo demasiado ensimismado, demasiado pagado de sí mismo como para pensar siquiera que se puede estar equivocado. O tal vez lo esté yo, quién sabe. Pero prefiero eso mil veces a estar muerto por dentro.
★★★★☆
Las referencias en esta obra son interminables. Por eso es tan fácil y tan imposible a la vez añadir algo en este epílogo. De Leon Russell a Jimmy Reed, de Dallas a Cayo Hueso, de Offenbach a Chopin y de Caliope a Walt Whitman. Dylan se fabrica aquí un batiburrillo insondable del que destacaría quizás al último poeta mencionado por condensar de alguna manera el espíritu universal y totalizador de una obra catalizadora y absoluta. Un disco que trata de cerrar el círculo para servir de epílogo y de colofón a toda una vida. Todo ello, cómo no, volviendo a lo primordial, lo esencial, al humanismo primigenio que permea toda nuestra existencia. Ya lo dijo el poeta y así lo recoge el de Duluth:
The past and present wilt—I have fill’d them, emptied them,
And proceed to fill my next fold of the future.
Listener up there! what have you to confide to me?
Look in my face while I snuff the sidle of evening,
(Talk honestly, no one else hears you, and I stay only a minute longer.)
Do I contradict myself?
Very well then I contradict myself,
(I am large, I contain multitudes.)
I concentrate toward them that are nigh, I wait on the door-slab.
Who has done his day’s work? who will soonest be through with his supper?
Who wishes to walk with me?
Will you speak before I am gone? will you prove already too late?
(Song of Myself, 51, Walt Whitman)
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