ROCK ESPACIAL. El rock hecho materia interestelar. Space Ritual es un auténtico viaje astral, una singladura iniciática hacia las profundidades de la tierra y hacia los confines del universo. Excesivo, saturado, vehemente y caprichoso. En las antípodas de la sencillez, y a la vez elemental y directo. Es una tenebrosa travesía hacia la luz, donde las guitarras suenan enterradas en la mezcla, el bajo y la voz en primer plano y las trompetas son como señales lejanas en baja frecuencia.
Por mucho que busco no encuentro nada como esto. Este disco en directo es artificioso hasta la médula y en ese exceso triunfa como celebración de la experiencia. Las drogas duras que lo alimentan susurran el vértigo salvaje del sí y del no, mientras sus melodías se abren paso a codazos en un bucle infinito. Un vórtice en el que, como en el mejor rock psíquico, no podemos resistirnos a entrar para quedar atrapados y pedir inmediatamente que pare de una vez este dolor.
Debió ser una bendita colisión de astros la que hizo posible este disco extraño y antisocial. Un reducto rancio y demodé que no se parece a nada que se haya hecho. Una colisión entre la distorsión cavernosa y los sonidos místicos del espacio exterior. Una búsqueda de Dios basada en los ritos primitivos, donde visualizamos a paganos adorando a la naturaleza, al fuego, a los elementos, al cosmos. A divinidades antiguas, entes como Sun Ra, Blue Cheer o Faust. Sin duda el ritual repele y crea adicción a partes iguales, cosa que a Hawkwind no parece importarles. Simplemente realizan su labor con una fe ciega. Puede que no quieras, pero al final caerás. Y sin saber por qué, te verás presenciando cómo ejercen de oficiantes de su liturgia. Entre la catarsis y el apocalipsis.
★★★★☆
Este disco me traslada a tiempos remotos. Aunque trate de apelar a la inmensidad del cosmos, su crudeza rítmica y su gravedad eléctrica me sugiere mucho más los tiempos primitivos y me sorprendo rodeado por chamanes en una danza ritual que celebra la adoración a la naturaleza, a los astros, a los fenómenos naturales o a deidades antiguas cuyo nombre se ha perdido en las arenas del tiempo.
Es en toda esa ceremonia ritual de huesos y pinturas en la roca viva en la que me sumerge la escucha de una obra dura y demasiado camp en todos los aspectos, pero con un encanto salvaje imposible de explicar o de imitar.
Eso y su conexión con el espacio infinito al que apelan en título e imaginería también la enchufan a la inmensidad de 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968). Una historia de la evolución del hombre y del magnetismo inasible de la creencia en lo sobrenatural, que abarca miles de años en su glorioso metraje. Pero también, rebajando su profundidad intelectual, hay que nombrar cosas más livianas y crudas como esa Los bárbaros (Ruggero Deodato, 1987), puro festival de esteroides y vacuidad. Un álbum que quizás situaría en ese punto intermedio imposible entre la caverna y el cosmos, entre la psicodelia de hueso y la protoelectrónica estroboscópica, entre Steppenwolf y Sun Ra... En un punto imposible, que es el que le da a estas cosas ese encanto adictivo que no podemos explicar y que no podemos despegarnos de la piel.
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